viernes, abril 13, 2007

DIA UNO (Wellington)

Por fin! Porque se los debía... gracias por esperar.

Llegué a Wellington muy agotado de antemano, me di cuenta antes de partir de que en realidad no me encontraba en la mejor de las disposiciones para estar 4 días lejos de lo que me he ido acostumbrando a llamar hogar en Auckland. Me estoy llevando de maravillas con Alana, y nos hemos vuelto los mejores compinches (que quede claro que me desagradaría enormemente que me agarraran pal weveo por esa última frase, asi que ahorrense el esfuerzo por favor!). Pero el viaje era impostergable y necesario, el estar solo me obligaría a pensar, o quizás mejor dicho, a no hacerlo demasiado. Llegue a las 11 a Wellington, por obra y gracia de un aterrizaje maravilllosamente suave (a veces aterrizar en W resulta un fiasco por los fuertes vientos y hay que volver a repetir las maniobras de aterrizaje hasta que resultan exitosas).

Flyer Bus, llegando a la ciudad de Wellington

Esperé el Flyer Bus por casi media hora para ahorrarme unos sucios dolares kiwis, o sea que le hice el mejor de mis desprecios a los choferes de los mini shuttles (transportes) que ofrecían el mismo viaje por $4.50 NZD más. Esto era un asunto de honor de viajero paupérrimo y acérrimo. Con mi mapa de Wellington en mano (o bajo la axila) me dispuse a contemplar el paisaje y orientarme a la vez. Wellington es una ciudad costera de pequeñas dimensiones, con un no-se-qué que me hace recordar a Valparaíso, sólo que en vez de cerros hay volcanes inactivos y es un lugar mucho más lúgubre (Papá lo definió como el efecto Estocolmo, Daniela como el efecto Montevideo).

Iglesias hermosas entre calles angostas y volcanes extintos

Típica ciudad costera?

Me bajé en el paradero más cercano al hostal (Rosemere Backpackers), y una vez ahí clamé por mi cama y mis sábanas, mi almohada y mi cobertor (acá les dicen duvet).

La pieza en Rosemere Backpackers (Hostal del Demonio)

Dejé mis cosas y salí a caminar y a buscar un almuerzo decente. Encontré finalmente mi placer culpable culinario en un restaurant de kebabs. Ordené uno de cordero y me lo devoré en cosa de minutos (con todos los ingredientes posibles, salsa de yogurt con ajo y salsa de tomate). Salí del restaurant con la idea de llegar a Te Papa, el Museo de NZ de Wellington.

Cuba Street

Cuba Street (más tiendas)

Estuve atrapado en Te Papa por unas 4 horas. Casi medio dormido, con sueño y un dolor de cabeza incipiente (de resfrío seguramente), terminé de ver la exposición egipcia de momias (no se permitía sacar las fotos, snif snif) y me devolví al hostal a abrigarme contra el viento marino que te puede voltear en un santiamén, si te pilla desbalanceado al doblar por una esquina y el incipiente resfrío.

Llegando a Te Papa Museum

Conchas de su ma...

La canoa de los Maories (xD)

Su mitología Maori

Jajaja... las primeras impresiones de los colonos extranjeros

Sus aves (para los fanáticos)

Bichos, muchos bichos

El Jardín de los Arbustos

Chucha la wea linda (monumento Maori para los kiwis)

Una pintura preciosa

En mi camino de regreso por las calles medio vacías de Wellington (era fin de semana santa de todos modos, además de ser una de las ciudades con menos brillo que he llegado a conocer) me encontré de lleno con una tienda gigante de libros usados, con algunos libros inclusive en español (uno de Konrad Lorenz, estuve a punto de comprárselo a Chinasky, pero después de echarle una buena y exhaustiva mirada, decidí que era pura basura). Saqué una foto del lugar, más tarde volvería para llevarme una copia del Señor de los Anillos en inglés original, de tapas duras color negro, excelente empaste y edición. La tienda era un sueño vuelto realidad.

LIBROS DE SEGUNDA MANO!

(Podría sepultarme en estos libros y no salir jamás a tomar el sol)

Una vez de regreso en el hostal, me puse encima mi chaleco y salí nuevamente a caminar por las calles desiertas de Welllington por un rato muy largo y tedioso. Decidí cambiar mi suerte y mi estado de desánimo (realmente era una realidad triste y gris) y al volver al hostal estaba muy convencido de que haría migas con otras personas del lugar, para matar el tiempo y no tragarme esa mierda de vacío que toda la ciudad me arrojaba.

Conocí a Antonio, un italiano que fabrica muebles y que anda trabajando por un año en NZ (WORKING HOLIDAYS), buscando su identidad. También conocí a dos franceses (con quienes apenas conversé) y a dos argentinos, Martin (que me recordó un montón al Camilo Libedinsky de hace 10 años atrás) y Federico. Eché la talla con ellos un rato e inmediatamente después me dispuse a jugar ajedrez con Antonio. Jugamos tres partidos y me fui a tomar una ducha, ya eran más de las 22:30 y el dolor de cabeza no había retrocedido ni con Panadol. Una clara señal de que debía irme a acostar. Antonio me pateó el trasero (2 a 1).

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