Suaves son las campanadas que resuenan tras la brisa marina en mi mente. Estoy sentado al aire libre y sobre mi rostro caen gentiles gotitas de lluvia. El desgarro de querer ser viento y nube ya pasan después de un rato.
Medio loco, como es usual, observo que aunque me siento solo entre extraños no puedo ser otra cosa que una lejana extensión de un cuerpo que se pierde de vista. Un cuerpo que jamás entenderé, porque no me pertenece, porque no soy sino su corazón. O al menos así algunas cosas suman sentido. Porque siempre estoy sintiendo, ya sean las lágrimas que se arrojan desde mis ojos, ya sean las risas que canta mi boca.
Particularmente hermoso es vivir en una ciudad costera. La presencia del mar es poderosa, y para qué decir lo vital que se me hace ahora el viento que proviene del océano para mis pulmones. Cerrando los ojos, no cuesta dibujarse a uno mismo, de granjero, de obrero, de mochilero, de hombre de familia en Nueva Zelandia.
Qué bello acto es cerrar los ojos. Como cuando das un beso o cuando sientes que te los cierra el cansancio, inclusive cuando no deseas ver lo que tienes enfrente. Más me gusta cuando los cierro para captar las cosas no-evidentes, como son los aromas, el roce de la piel, el aire moviéndose entre los pelos de los brazos y de las piernas, el cariño que se entrega por presencia o por ausencia… todas estas cosas, tan sublimes si dejas que la visión se oscurezca y permites que los otros sentidos llenen tu existencia.
Crecer es como cerrar los ojos. Pones tu atención sobre las cosas no-evidentes. Estas cosas te cantan en otro tono, de otras posibilidades. Crecer es atender a esas otras posibilidades, disfrutándolas.
Adoro oír los ruidos que produce mi cuerpo, adoro oír el palpitar de otro corazón. Adoro cerrar mis ojos. Especialmente, cuando es por este cansancio que siento…
El otro o la otra, con quién te cruzas cada día se ve precios@ cuando sus ojos están cerrados. Compruébalo por ti mismo. Es casi mágico... casi...
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