Había encontrado mil razones para jamás hacerme cargo de los problemas del mundo. La verdad es que continuaba creyendo que era demasiado grande y que no me era posible provocar el cambio que tanto anhelaba ver hecho realidad, porque al fin y al cabo ¿quién era yo para sostener tales ambiciones?
Nos enseñan y bien aprendemos de una manera u otra de que el mundo es uno solo, que todo lo que pasa allá lo podemos saber acá casi instantáneamente. De que está lleno de gente especial pero a la vez de que nadie lo es más que otro, es decir, que nadie es en verdad especial. Pero ahí están los seres especiales, tan delante de nuestros ojos que ya nos los vemos. No los vemos porque optamos, y nos obligamos a mantenernos silentes, como si el callar fuese un territorio neutral, donde las culpas no pueden caer. Es esta ignorancia que lo cubre todo, que inclusive colocamos sobre nuestros rostros para escudarnos de nuestras responsabilidades ciudadanos.
Mucha gente ha optado por creer que votar es un acto suficientemente patriota y ciudadano para perdonar todas las siguientes omisiones. Si no votas no tienes voz, dicen. Tu argumento se anula. Tus reclamos no son válidos, pero sí tus adulaciones.
Y si os dijera que he marchado en las calles con mis compañeros de la Universidad, que lo he hecho pacíficamente sin hacerle daño a la democracia ni a la libertad de expresión, menos a la infrastructura pública. De que he pedido lucidez a mis amigos, de que con quien he cruzado más de mil palabras he también discutido la posibilidad de abandonar toda apatía y de abrazar esta actitud crítica, introspectiva, honesta, que llevaría a los silentes a clamar con una voz tan potente como no se ha oído en Chile en decenas de años; que he sido representante estudiantil sin jamás haber anhelado todas sus responsabilidades, y que a pesar de lo mucho que me costó caerle mal a los rojos, azules y a los amarillos nunca le hice el quite a todas ellas. Que he sido un activista políticamente independiente, nunca chupamedias, ni conformista, sino que más bien he siempre intentado cubrir lo máximo de terreno posible. Y jamás he dejado de oír a alguien cuando tiene una buena idea, sin importar su color...
Si os dijera que he corrido por los cerros de Valparaíso, escapando de Carabineros y de los encapuchados. De ambos, sí, porque ambos atentan contra la expresión pacífica de nuevas ideas, de nuevas formas de hacer política; de que sueño en que podemos despertar la voz de todas las familias chilenas y que habrá siempre una persona que las oirá y que nos las olvidará cuando encuentre el momento preciso de actuar para crear un pequeño cambio en la dirección en la cual nos dejamos gobernar. Y que pienso que todo esto es mucho más que simplemente entrar un par de veces al año en una cabina cerrada con una lápiz grafito y un papel, para votar por el próximo candidato al odio, al menosprecio, a la adoración o a la ovación.
Yo creo en el cambio; porque siempre viene de una manera u otra, pero prefiero actuar dentro de ella que esperar que me golpee. Me gusta andar en bicicleta por la ciudad para molestar un poco a los automovilistas y recordarles que un Santiago con menos smog es posible. Recojo papeles y le he dicho alguna vez a mi padre que botar boletos de micro en la calle no es bueno. He educado a niños y a jóvenes, y pese a mi juventud y mi inexperiencia, he intentado no sólo conversar sobre la ciencia de los seres vivos sino también discutir sobre la ciencia de despertar una conciencia crítica y responsable, tolerante y especial.
Sí. El país tiene memoria. Personas dieron su vida por un ideal no hace demasiado tiempo atrás. ¿Qué pasó en los últimos 30 años? ¿Tanto miedo nos hicieron sentir, tanta apatía cultivamos dentro, tan deprimidos estamos frente a la paradoja del ser especial sin tener derecho a serlo que ya no preferimos tener más derechos ciudadanos que el voto y que no podemos tolerar la idea de que otras formas políticas son posibles para sanar al país?
¿Qué mierda nos pasó? Dónde quedaron todas nuestras voces… allá llegaré para oírlas un día, con un poco de ayuda de mis amigos, familiares y de todos mis maestros, vivos y muertos.
Nos enseñan y bien aprendemos de una manera u otra de que el mundo es uno solo, que todo lo que pasa allá lo podemos saber acá casi instantáneamente. De que está lleno de gente especial pero a la vez de que nadie lo es más que otro, es decir, que nadie es en verdad especial. Pero ahí están los seres especiales, tan delante de nuestros ojos que ya nos los vemos. No los vemos porque optamos, y nos obligamos a mantenernos silentes, como si el callar fuese un territorio neutral, donde las culpas no pueden caer. Es esta ignorancia que lo cubre todo, que inclusive colocamos sobre nuestros rostros para escudarnos de nuestras responsabilidades ciudadanos.
Mucha gente ha optado por creer que votar es un acto suficientemente patriota y ciudadano para perdonar todas las siguientes omisiones. Si no votas no tienes voz, dicen. Tu argumento se anula. Tus reclamos no son válidos, pero sí tus adulaciones.
Y si os dijera que he marchado en las calles con mis compañeros de la Universidad, que lo he hecho pacíficamente sin hacerle daño a la democracia ni a la libertad de expresión, menos a la infrastructura pública. De que he pedido lucidez a mis amigos, de que con quien he cruzado más de mil palabras he también discutido la posibilidad de abandonar toda apatía y de abrazar esta actitud crítica, introspectiva, honesta, que llevaría a los silentes a clamar con una voz tan potente como no se ha oído en Chile en decenas de años; que he sido representante estudiantil sin jamás haber anhelado todas sus responsabilidades, y que a pesar de lo mucho que me costó caerle mal a los rojos, azules y a los amarillos nunca le hice el quite a todas ellas. Que he sido un activista políticamente independiente, nunca chupamedias, ni conformista, sino que más bien he siempre intentado cubrir lo máximo de terreno posible. Y jamás he dejado de oír a alguien cuando tiene una buena idea, sin importar su color...
Si os dijera que he corrido por los cerros de Valparaíso, escapando de Carabineros y de los encapuchados. De ambos, sí, porque ambos atentan contra la expresión pacífica de nuevas ideas, de nuevas formas de hacer política; de que sueño en que podemos despertar la voz de todas las familias chilenas y que habrá siempre una persona que las oirá y que nos las olvidará cuando encuentre el momento preciso de actuar para crear un pequeño cambio en la dirección en la cual nos dejamos gobernar. Y que pienso que todo esto es mucho más que simplemente entrar un par de veces al año en una cabina cerrada con una lápiz grafito y un papel, para votar por el próximo candidato al odio, al menosprecio, a la adoración o a la ovación.
Yo creo en el cambio; porque siempre viene de una manera u otra, pero prefiero actuar dentro de ella que esperar que me golpee. Me gusta andar en bicicleta por la ciudad para molestar un poco a los automovilistas y recordarles que un Santiago con menos smog es posible. Recojo papeles y le he dicho alguna vez a mi padre que botar boletos de micro en la calle no es bueno. He educado a niños y a jóvenes, y pese a mi juventud y mi inexperiencia, he intentado no sólo conversar sobre la ciencia de los seres vivos sino también discutir sobre la ciencia de despertar una conciencia crítica y responsable, tolerante y especial.
Sí. El país tiene memoria. Personas dieron su vida por un ideal no hace demasiado tiempo atrás. ¿Qué pasó en los últimos 30 años? ¿Tanto miedo nos hicieron sentir, tanta apatía cultivamos dentro, tan deprimidos estamos frente a la paradoja del ser especial sin tener derecho a serlo que ya no preferimos tener más derechos ciudadanos que el voto y que no podemos tolerar la idea de que otras formas políticas son posibles para sanar al país?
¿Qué mierda nos pasó? Dónde quedaron todas nuestras voces… allá llegaré para oírlas un día, con un poco de ayuda de mis amigos, familiares y de todos mis maestros, vivos y muertos.
[entradas originales: uno y dos, echar miradita en comentarios también]
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